Oficio de Lectura
V. Dios mío, ven en mi auxilio
R. Señor, date prisa en socorrerme.
HIMNO
Con gozo el corazón cante la vida,
presencia y maravilla del Señor,
de luz y de color bella armonía,
sinfónica cadencia de su amor.
Palabra esplendorosa de su Verbo,
cascada luminosa de verdad,
que fluye en todo ser que en él fue hecho
imagen de su ser y de su amor.
La fe cante al Señor, y su alabanza,
palabra mensajera del amor,
responda con ternura a su llamada
en himno agradecido a su gran don.
Dejemos que su amor nos llene el alma
en íntimo diálogo con Dios,
en puras claridades cara a cara,
bañadas por los rayos de su sol.
Al Padre subirá nuestra alabanza
por Cristo, nuestro vivo intercesor,
en alas de su Espíritu que inflama
en todo corazón su gran amor. Amén.
SALMODIA
Nota. La salmodia se puede tomar del jueves 5 de mayo, con las respectivas antifonas.
Las antifonas se ajustan al tiempo ordinario, retirando al final la palabra “aleluya”.
Ant.1 Mira, Señor, contempla nuestro oprobio.
– Salmo 88, 39-53-
–IV–
Tú encolerizado con tu Ungido,
lo has rechazado y desechado;
has roto la alianza con tu siervo
y has profanado hasta el suelo su corona;
has derribado sus murallas
y derrocado sus fortalezas;
todo viandante lo saquea,
y es la burla de sus vecinos;
has sometido la diestra de sus enemigos
y has dado el triunfo a sus adversarios;
pero a él le has embotado la espada
y no lo has confortado en la pelea;
has quebrado su cetro glorioso
y has derribado su trono;
has acortado los días de su juventud
y lo has cubierto de ignominia.
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.
Ant.1 Mira, Señor, contempla nuestro oprobio.
Ant. 2 Yo soy el renuevo y el vástago de David, la estrella
luciente de la mañana.
–V–
¿Hasta cuándo, Señor, estarás escondido
y arderá como un fuego tu cólera?
Recuerda, Señor, lo corta que es mi vida
y lo caducos que has creado a los humanos.
¿Quién vivirá sin ver la muerte?
¿Quién sustraerá su vida a la garra del abismo?
¿Dónde está, Señor, tu antigua misericordia
que por tu fidelidad juraste a David?
Acuérdate, Señor, de la afrenta de tus siervos:
lo que tengo que aguantar de las naciones,
de cómo afrentan, Señor, tus enemigos,
de cómo afrentan las huellas de tu Ungido.
Bendito el Señor por siempre. Amén, amén.
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.
Ant. 2 Yo soy el renuevo y el vástago de David, la estrella
luciente de la mañana.
Ant. 3 Nuestros años se acaban como la hierba, pero tú,
Señor, permaneces desde siempre.
–Salmo 89–
Señor, tú has sido nuetro refugio
de generación en generación.
Antes que naciesen los montes
o fuera engendrado el orbe de la tierra,
desde siempre y por siempre tú eres Dios.
Tú reduces el hombre a polvo,
diciendo: «Retornad, hijos de Adán.»
Mil años en tu presencia
son un ayer, que pasó;
una vigilia nocturna.
Los siembras año por año,
como hierba que se renueva:
que florece y se renueva por la mañana,
y por la tarde la siegan y se seca.
¡Cómo nos ha consumido tu cólera
y nos ha trastornado tu indignación!
Pusiste nuestras culpas ante ti,
nuestros secretos ante la luz de tu mirada:
y todos nuestros días pasaron bajo tu cólera,
y nuestros años se acabaron como un suspiro.
Aunque uno viva setenta años,
y el más robusto hasta ochenta,
la mayor parte son fatiga inútil,
porque pasan aprisa y vuelan.
¿Quién conoce la vehemencia de tu ira,
quién ha sentido el peso de tu cólera?
Enséñanos a calcular nuestros años,
para que adquiramos un corazón sensato.
Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo?
Ten compasión de tus siervos;
por la mañana sácianos de tu misericordia,
y toda nuestra vida será alegría y júbilo.
Danos alegría por los días que nos afligiste,
por los años en que sufrimos desdichas.
Que tus siervos vean tu acción,
y sus hijos tu gloria.
Baje a nosotros la bondad del Señor
y haga prósperas las obras de nuestras manos
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.
Ant. 3 Nuestros años se acaban como la hierba, pero tú,
Señor, permaneces desde siempre.
VERSÍCULO
V. En ti, Señor, está la fuente viva.
R. Y tu luz nos hace ver la luz.
PRIMERA LECTURA
Del libro del profeta Ageo
2, 11-24
El día veinticuatro del noveno mes, en el segundo año
de Darío, vino la palabra del Señor por medio del profeta
Ageo, en estos términos:
«Así dice el Señor de los ejércitos: Consulta a los
sacerdotes el caso siguiente: «Si un hombre lleva en las
haldas de su manto carne consagrada y toca con las hal-
das pan o guisado o vino o aceite o cualquier alimento:
¿Quedan estas cosas consagradas por el contacto?»»
Los sacerdotes respondieron que no. Ageo añadió:
«Y si toca con cualquiera de esas cosas un cadáver:
¿Quedan impuras?»
Los sacerdotes respondieron que sí. Entonces dijo
Ageo:
«Así sucede con este pueblo y nación en mi presencia
—oráculo del Señor—. Todas las obras de sus manos que
me ofrecen son impuras.
Pero mirad ahora hacia atrás y recordad el tiempo an-
terior al día en que comenzasteis a construir el templo
del Señor. ¿Cuál era vuestra situación? Veníais a un
montón de trigo que pensabais que era de veinte medidas,
y no hallabais más que diez; creíais poder sacar del lagar
cincuenta cubos, y resultaban sólo veinte. Y yo castigaba
con viento abrasador y con plagas y con granizo los tra-
bajos de vuestras manos. Pero no os convertisteis a mí
—oráculo del Señor—.
Y ahora mirad hacia atrás, recordad desde el día en
que se pusieron los cimientos del templo del Señor. Re-
cordad desde ese día en adelante. ¿Hay ahora grano en el
granero? Pues si ni la vid ni la higuera ni el granado ni el
olivo producían fruto, desde este día yo daré bendición.»
Fue dirigida la palabra del Señor por segunda vez a
Ageo el día veinticuatro del mes, en estos términos:
«Di a Zorobabel, gobernador de Judá, lo siguiente:
«Yo voy a sacudir los cielos y la tierra. Daré vuelta a los
tronos de los reinos y destruiré el poder de los reinos
de las naciones; volcaré carros y aurigas, perecerán ca-
ballos y jinetes, cada uno por la espada de su hermano.
Aquel día —oráculo del Señor de los ejércitos— te to-
maré a ti, Zorobabel, hijo de Salatiel, siervo mío, y te
haré como el anillo de mi sello, porque yo te he elegido
a ti —palabra del Señor de los ejércitos—.»»
Responsorio
R. Agitaré cielo y tierra, * y vendrán las riquezas de
todo el mundo.
V. Grande será la gloria de este templo, y en este sitio
daré la paz.
R. Y vendrán las riquezas de todo el mundo.
SEGUNDA LECTURA
Del Tratado de san Cipriano, obispo y mártir, Sobre la
oración del Señor
Continuamos la oración y decimos: Danos hoy nues-
tro pan de cada día. Esto puede entenderse en sentido es-
piritual o literal, pues de ambas maneras aprovecha a
nuestra salvación. En efecto, el pan de vida es Cristo, y
este pan no es sólo de todos en general, sino también
nuestro en particular. Porque, del mismo modo que de-
cimos: Padre nuestro, en cuanto que es Padre de los que
lo conocen y creen en él, de la misma manera decimos:
Nuestro pan, ya que Cristo es el pan de los que entra-
mos en contacto con su cuerpo.
Pedimos que se nos dé cada día este pan, a fin de que
los que vivimos en Cristo y recibimos cada día su eu-
caristía como alimento saludable no nos veamos priva-
dos, por alguna falta grave, de la comunión del pan ce-
lestial y quedemos separados del cuerpo de Cristo, ya
que él mismo nos enseña: Yo soy el pan vivo bajado
del cielo; todo el que coma de este pan vivirá eterna-
mente; y el pan que yo voy a dar es mi carne ofrecida
por la vida del mundo.
Por lo tanto, si él afirma que los que coman de este
pan vivirán eternamente, es evidente que los que entran
en contacto con su cuerpo y participan rectamente de
la eucaristía poseen la vida; por el contrario, es de te-
mer, y hay que rogar que no suceda así, que aquellos
que se privan de la unión con el cuerpo de Cristo queden
también privados de la salvación, pues el mismo Señor
nos conmina con estas palabras: Si no coméis la carne
del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis
vida en vosotros. Por eso pedimos que nos sea dado cada
día nuestro pan, es decir, Cristo, para que todos los que
vivimos y permanecemos en Cristo no nos apartemos de
su cuerpo que nos santifica.
Después de esto, pedimos también por nuestros peca-
dos, diciendo: Perdona nuestras ofensas, como también
nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Después
del alimento, pedimos el perdón de los pecados.
Esta petición nos es muy conveniente y provechosa,
porque ella nos recuerda que somos pecadores, ya que
al exhortarnos el Señor a pedir el perdón de los pecados,
despierta con ello nuestra conciencia. Al mandarnos que
pidamos cada día el perdón de nuestros pecados, nos
enseña que cada día pecamos, y así nadie puede vana-
gloriarse de su inocencia ni sucumbir al orgullo.
Es lo mismo que nos advierte Juan en su carta, cuan-
do dice: Si decimos que no tenemos pecado, nos engaña-
mos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros.
Si confesamos nuestros pecados, fiel y bondadoso es el
Señor para perdonarnos y purificarnos de toda iniquidad.
Dos cosas nos enseña en esta carta: que hemos de pe-
dir el perdón de nuestros pecados, y que esta oración
nos alcanza el perdón. Por esto dice que el Señor es
fiel, porque él nos ha prometido el perdón de los peca-
dos y no puede faltar a su palabra, ya que, al enseñar-
nos a pedir que sean perdonados nuestras ofensas y pe-
cados, nos ha prometido su misericordia paternal y, en
consecuencia, su perdón.
Responsorio
R. A ti, Señor, me acojo: no quede yo nunca defrauda-
do; tú eres mi roca y mi baluarte. * Por tu nombre
dirígeme y guíame.
V. Mira mis trabajos y mis penas y perdona todos mis
pecados.
R. Por tu nombre dirígeme y guíame.
Oremos:
Oh Dios, fuerza de los que en ti esperan, escucha nues-
tras súplicas y, puesto que el hombre es frágil y sin ti
nada puede, concédenos la ayuda de tu gracia, para ob-
servar tus mandamientos y agradarte con nuestros de-
seos y acciones. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.
CONCLUSIÓN.
V. Bendigamos al Señor.
R, Demos gracias a Dios.