Oficio de Lectura
V. Señor abre mis labios
R. Y mi boca proclamará tu alabanza
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.
Himno: En el principio, tu palabra
En el principio, tu Palabra. Antes que el sol ardiera, antes del mar y las montañas, antes de las constelaciones, nos amó tu Palabra.
Desde tu seno, Padre, era sonrisa su mirada, era ternura su sonrisa, era calor de brasa. En el principio, tu Palabra.
Todo se hizo de nuevo, todo salió sin mancha, desde el arrullo del río hasta el rocío y la escarcha; nuevo el canto de los pájaros, porque habló tu Palabra.
Y nos sigues hablando todo el día, aunque matemos la mañana y desperdiciemos la tarde, y asesinemos la alborada.
Como una espada de fuego, en el principio, tu Palabra.
Llénanos de tu presencia, Padre; Espíritu, satúranos de tu fragancia; danos palabras para responderte, Hijo, eterna Palabra. Amén.
Salmodia
Ant 1. Qué bueno es el Dios de Israel para los justos.
Salmo 72 Por qué sufre el justo
¡Qué bueno es Dios para el justo, el Señor para los limpios de corazón!
Pero yo por poco doy un mal paso, casi resbalaron mis pisadas: porque envidiaba a los perversos, viendo prosperar a los malvados.
Para ellos no hay sinsabores, están sanos y engreídos; no pasan las fatigas humanas ni sufren como los demás.
Por eso su collar es el orgullo, y los cubre un vestido de violencia; de las carnes les rezuma la maldad, el corazón les rebosa de malas ideas.
Insultan y hablan mal, y desde lo alto amenazan con la opresión.
Su boca se atreve con el cielo, y su lengua recorre la tierra.
Por eso mi pueblo se vuelve a ellos y se bebe sus palabras.
Ellos dicen: «¿Es que Dios lo va a saber, se va a enterar el Altísimo?»
Así son los malvados: siempre seguros, acumulan riquezas.
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.
Ant. Qué bueno es el Dios de Israel para los justos.
Ant 2. Su risa se convertirá en llanto, y su alegría en tristeza.
Salmo 72
Entonces, ¿para qué he limpiado yo mi corazón y he lavado en la inocencia mis manos? ¿Para qué aguanto yo todo el día y me corrijo cada mañana?
Si yo dijera: «Voy a hablar como ellos», renegaría de la estirpe de tus hijos.
Meditaba yo para entenderlo, pero me resultaba muy difícil; hasta que entré en el misterio de Dios, y comprendí el destino de ellos.
Es verdad: los pones en el resbaladero, los precipitas en la ruina; en un momento causan horror, y acaban consumidos de espanto.
Como un sueño al despertar, Señor, al despertarte desprecias sus sombras.
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.
Ant. Su risa se convertirá en llanto, y su alegría en tristeza.
Ant 3. Para mí lo bueno es estar junto a Dios, pues los que se alejan de ti se pierden.
Salmo 72
Cuando mi corazón se agriaba y me punzaba mi interior, yo era un necio y un ignorante, yo era un animal ante ti.
Pero yo siempre estaré contigo, tú tomas mi mano derecha, me guías según tus planes, y me llevas a un destino glorioso.
¿No te tengo a ti en el cielo?; y contigo, ¿qué me importa la tierra? Se consumen mi corazón y mi carne por Dios, mi herencia eterna.
Sí: los que se alejan de ti se pierden; tú destruyes a los que te son infieles.
Para mí lo bueno es estar junto a Dios, hacer del Señor mi refugio, y proclamar todas tus acciones en las puertas de Sión.
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.
Ant. Para mí lo bueno es estar junto a Dios, pues los que se alejan de ti se pierden.
V. Qué dulce al paladar tu promesa, Señor.
R. Más que miel en la boca.
Primera lectura
Del primer libro de los Macabeos 1, 43-67
Persecución desatada por Antíoco
En aquellos días, Antíoco, rey de Siria, publicó un edicto en todo su reino, ordenando que todos formaran un único pueblo y abandonaran para ello sus peculiares costumbres. Los gentiles acataron todos el edicto real y muchos israelitas aceptaron su culto, sacrificaron a los ídolos y profanaron el sábado. También a Jerusalén y a las ciudades de Judá hizo el rey llegar, por medio de mensajeros, el edicto que ordenaba seguir costumbres extrañas al país.
Debían suprimir en el santuario holocaustos, sacrificios y libaciones; profanar sábados y fiestas; mancillar el santuario y los lugares santos; levantar altares, recintos sagrados y templos idolátricos; sacrificar puercos y animales inmundos; dejar a sus hijos incircuncisos; volver abominables sus almas con toda clase de impurezas y profanaciones, de modo que olvidasen la ley y cambiasen todas sus costumbres. El que no obrara conforme a la orden del rey moriría. En el mismo tono escribió a todo su reino.
Los inspectores, nombrados por el rey para todo el pueblo, ordenaron a las ciudades de Judá que en cada una de ellas se ofrecieran sacrificios. Muchos del pueblo, todos los que abandonaban la ley, se unieron a ellos. Causaron males al país y obligaron a Israel a ocultarse en toda suerte de refugios.
El día quince del mes de Kisléu del año ciento cuarenta y cinco levantaron sobre el altar la abominación de la desolación. También construyeron altares por todas las ciudades de Judá. A las puertas de las casas y en las plazas hacían quemar incienso. Rompían y echaban al fuego los libros de la ley que podían hallar. Al que encontraban con un ejemplar de la alianza en su poder, o al que descubrían que observaba los preceptos de la ley, lo condenaban a muerte en virtud del decreto real.
Hacían sentir su brutal poder sobre los israelitas que sorprendían cada mes en las ciudades contraviniendo lo mandado por ellos. El día veinticinco del mes ofrecían sacrificios en el altar construido sobre el altar antiguo. A las mujeres que hacían circuncidar a sus hijos las llevaban a la muerte, conforme al edicto, con sus criaturas colgadas al cuello. Y la misma suerte corrían sus familiares y todos los que habían intervenido en la circuncisión.
Murieron también muchos israelitas que con entereza y valor se negaron a comer cosa impura, prefiriendo la muerte antes que contaminarse con aquella comida y profanar la santa alianza. Inmensa fue la cólera que se desencadenó sobre Israel.
Responsorio Dn 9, 18; Hch 4, 29
R. Abre tus ojos, Señor, y mira nuestra aflicción: nos han rodeado las naciones para castigarnos; extiende tu brazo y salva nuestras vidas.
V. Y ahora, Señor, mira sus amenazas, y haz que tus siervos anunciemos tu palabra con toda entereza y libertad.
R. extiende tu brazo y salva nuestras vidas.
Segunda lectura
De la Homilía de un autor del siglo segundo
Confesemos a Dios con nuestras obras
Mirad cuán grande ha sido la misericordia del Señor para con nosotros: En primer lugar, no ha permitido que quienes teníamos la vida sacrificáramos ni adoráramos a dioses muertos, sino que quiso que, por Cristo, llegáramos al conocimiento del Padre de la verdad. ¿Qué significa conocerlo a él sino el no apostatar de aquel por quien lo hemos conocido? El mismo Cristo afirma: A todo aquel que me reconozca ante los hombres lo reconoceré yo también ante mi Padre. Ésta será nuestra recompensa si confesamos a aquel que nos salvó. ¿Y cómo lo confesaremos? Haciendo lo que nos dice y no desobedeciendo nunca sus mandamientos; honrándolo no solamente con nuestros labios, sino también con todo nuestro corazón y con toda nuestra mente. Dice, en efecto, Isaías: Este pueblo me glorifica con los labios, mientras su corazón está lejos de mí.
No nos contentemos, pues, con llamarlo: «Señor», pues esto solo no nos salvará. Está escrito, en efecto: No todo el que me diga: «¡Señor, Señor!» se salvará, sino el que practique la justicia. Por tanto, hermanos, confesémoslo con nuestras obras, amándonos los unos a los otros. No seamos adúlteros, no nos calumniemos ni nos envidiemos mutuamente, antes al contrario, seamos castos, compasivos, buenos; debemos también compadecernos de las desgracias de nuestros hermanos y no buscar desmesuradamente el dinero. Mediante el ejercicio de estas obras confesaremos al Señor, en cambio no lo confesaremos si practicamos lo contrario a ellas. No es a los hombres a quienes debemos temer, sino a Dios. Por eso a los que se comportan mal les dijo el Señor: Aunque vosotros estuviereis reunidos conmigo, si no cumpliereis mis mandamientos, os rechazaré y os diré: «Apartaos de mí vosotros, nunca jamás os he conocido, obradores de maldad.»
Por esto, hermanos míos, luchemos, pues sabemos que el combate ya ha comenzado y que muchos son llamados a los combates corruptibles, pero no todos son coronados, sino que el premio se reserva a quienes se han esforzado en combatir debidamente.
Combatamos nosotros de tal forma que merezcamos todos ser coronados. Corramos por el camino recto, el combate incorruptible, y naveguemos y combatamos en él para que podamos ser coronados; y si no pudiéramos todos ser coronados, procuremos acercarnos lo más posible a la corona. Recordemos, sin embargo, que si uno lucha en los combates corruptibles y es sorprendido infringiendo las leyes de la lucha, recibe azotes y es expulsado fuera del estadio.
¿Qué os parece? ¿Cuál será el castigo de quien infringe las leyes del combate incorruptible? De los que no guardan el sello, es decir, el compromiso de su bautismo, dice la Escritura: Su gusano no muere, su fuego no se apaga y serán el horror de todos.
Responsorio 1Ts 1, 9-10; 1Jn 2, 28
R. Os convertisteis para consagraros al Dios vivo y verdadero, y esperar a su Hijo que ha de venir de los cielos, al cual resucitó de entre los muertos; Él nos ha salvado de la ira venidera.
V. Y ahora permaneced en Él, para que, cuando se manifieste, cobremos plena confianza y no nos apartemos de Èl, confundidos, en su advenimiento.
R. Él nos ha salvado de la ira venidera.
Oremos,
Dios omnipotente y misericordioso, aparta de nosotros todos los males, para que, con el alma y el cuerpo bien dispuestos, podamos libremente cumplir tu voluntad. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios, por los siglos de los siglos. Amén
Conclusión
V. Bendigamos al Señor.
R. Demos gracias a Dios.