La Eucaristía reanima la esperanza
En la intimidad del Cenáculo, la noche antes de su Pasión, Jesús nos dejó un regalo eterno: la Eucaristía.
Que tesoro tan grande es el encuentro cara a cara en el altar de su presencia.
Y es que hace mas de 2000 mil años, Jesús quiso quedarse con nosotros en un lugar seguro, un puerto de amor inigualable: la Sagrada Eucaristía
Si bien Jesús habita en el corazón de cada ser humano desde el bautismo; antes de su muerte, el Jueves Santo, durante la Última Cena, instauró la Eucaristía cuando tomó el pan, lo bendijo, lo partió y lo entregó a sus discípulos, diciendo: “Tomen y coman, esto es mi cuerpo”. Luego tomó el cáliz, dio gracias y dijo: “Beban todos de él, porque esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos para el perdón de los pecados” (Mateo 26:26-28).
La Eucaristía es el manantial de amor sagrado donde se renuevan siempre nuestras fuerzas. Es el oasis de nuestros desiertos. Es el manjar predilecto.
Quien ha sabido encontrar en la Eucaristía la respuesta a todas sus preguntas sabe que cada día puede experimentar el cielo en la tierra en ese encuentro de amor.
Todas las personas en el mundo recibimos el mismo regalo, pero un alto porcentaje, lo dejan empacado, no lo destapan, sino que lo tiene envuelto con su moño.
Feliz y dichoso quien ha abierto su regalo. Quien celebra la Eucaristía con la convicción de que Jesús está presente, vivo y real.
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La Eucaristía es para el alma, lo que el ejercicio es para el cuerpo
Aunque la eucaristía se celebra todos los días en las parroquias, no todas las personas asisten todos los días.
Desarrollar el habito para asistir frecuentemente, va más allá de tener disciplina, disposición, tiempo y enfoque.
Es una gracia que concede el Señor al alma que reconoce que necesita vivir en comunión constante con Dios.
Los deportistas narran que llegan a un punto en su vida, que más allá de la obligación de ejercitarse, el cuerpo empieza a reflejar la necesidad de hacerlo. Es una demanda que se manifiesta casi como comer y dormir.
Lo mismo ocurre con el alma que se nutre del Cuerpo y la Sangre de Cristo, además de su Palabra. Todo trasciende, va más allá del cumplimiento. Es un anhelo profundo del corazón que clama ser saciado.
¿Qué bendiciones encontramos al frecuentar la Sagrada Eucaristía?
Alimentamos el alma y fortalecemos el Espíritu.
Crecemos en la relación personal con Dios.
Adquirimos sabiduría y la fe aumenta.
Recibimos el perdón de los pecados veniales
Recibimos gracias especiales para resistir la tentación y el mal.
Aumentamos la convicción de la recta intención
Experimentamos paz interior
Confiamos más en la providencia de Dios
Aprendemos que, escuchando y meditando la Palabra, Dios ilumina nuestro camino
Enfocamos nuestra esperanza en Dios
Fortalecemos nuestra esperanza en la vida eterna
Ofrecemos nuestros dolores y sufrimientos
Recibimos la paz del resucitado
Jesús instituyó el sacramento de la Eucaristía, entregándose como alimento para la salvación del mundo. Con este acto de amor infinito, nos mostró que nunca nos dejaría solos, que su presencia permanecería viva en cada altar y en cada comunión.
El Jueves Santo también es el día en que Jesús instituyó el sacerdocio, confiando a sus apóstoles la misión de perpetuar este sacrificio y de ser servidores del pueblo de Dios. En la humildad del Lavatorio de los Pies, nos enseñó que la verdadera grandeza está en el servicio y que el amor se expresa en la entrega desinteresada.
Por eso, este día nos invita a recordar y agradecer el don inmenso de la Eucaristía. Nos llama a valorar la Misa con un corazón renovado y a acercarnos con fe y devoción al misterio de Cristo, que se queda con nosotros en cada Sagrario.
Que, en este Jueves Santo, renovemos nuestro amor por la Eucaristía y respondamos con gratitud y generosidad al amor inmenso de Jesús, que se entrega por nosotros.
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Oración para pedir la gracia de anhelar la Eucaristía cada día
Señor Jesús, fuente de vida y amor infinito, hoy vengo a Ti con un corazón humilde para pedirte la gracia de poder vivir, participar y frecuentar la Eucaristía cada día. Tú, que te entregaste por nosotros en la Cruz y te quedaste en el Santísimo Sacramento para ser nuestro alimento y fortaleza, aumenta en mí el deseo profundo de encontrarte en la Santa Misa.
Dame, Señor, un corazón ardiente como el de los discípulos de Emaús, que al escucharte sentían encenderse su interior. Que no haya distracción ni excusa que me aparte del privilegio de estar en tu presencia, de escucharte en la Palabra y de recibirte en la comunión. Ayúdame a organizar mis días de tal manera que siempre haya espacio para este encuentro sagrado contigo.
María, Madre de la Eucaristía, intercede por mí para que mi corazón se abra a esta gracia y mi vida esté cada vez más centrada en Jesús. Enséñame a valorar el inmenso regalo de su presencia real en el altar y a acercarme con fe, amor y devoción.
Señor, que la Misa sea el centro de mi vida, mi refugio en la lucha, mi alegría en la tristeza y mi alimento en el camino hacia la eternidad.
Amén.